Revivir a los muertos: el dolor de un duelo que no quiero vivir

Pintura que representa el dolor del duelo

Me pidieron que la reviva y la verdad es que me cuesta hacerlo; me parece que los muertos deben descansar en paz. Si los muertos debieran ser revividos, las personas no los enterrarían, no abrirían un hueco tan profundo y los meterían en una caja cerrada para evitar que salgan en caso de que decidan regresar.

Además, ¿qué hay de ella? Dudo que ella quisiera regresar porque, si eso sucede, tendría que morir otra vez. Sí, es una perversión total: quieren que la reviva solo para matarla de nuevo. ¿Con qué fin? ¿Con qué finalidad debo traerla a la vida para sentir su muerte? A veces es mejor no sentir nada, quedarse navegando en lo profundo del abismo sin siquiera notarlo, sin siquiera inmutarse, sin sentir todo lo que implicar pasar por la vida. ¿Por qué debo vivir un duelo que mi cerebro decidió no vivir? Decirle adiós a la única persona que estuvo a mi lado sin importarle nada más que la maravilla tan simple de mi mera existencia.

Por supuesto, no es como que la lleve conmigo, no. Está bien muerta, de eso estoy segura: yo misma me encargué de sus cenizas. Yo misma me encargué de atar a mi cuello la prueba de su mortalidad para recordarme, constantemente, cómo es inevitable que nos vayamos de aquí algún día. Sin embargo, eso tampoco significa que no se cuele su esencia por las paredes, que no se la pase rechinando los dientes de vez en cuando, cuando me siento patética deseando un abrazo que me consuele en mi soledad. La verdad es que todo mi ser está impregnado de ella desde mi nacimiento y es que, aunque todo lo que soy me pertenece, a veces pareciera dudarlo. Algunas veces, me encuentro siguiendo sus pasos inconscientemente y otras veces es una elección.

Aún así, no quiero revivirla porque, aunque lo haga, aquello que regresará no será realmente ella. Solo podemos ser nosotros una vez en la vida, aunque la reencarnación existiese, quien regresa nunca es uno mismo, es otro yo y ese otro yo a veces no recuerda. Pero, incluso estando viva, yo misma no recuerdo, soy yo quien ha borrado más de lo que me gustaría de mi memoria. Media vida he borrado, quizás un poco más. Me quedan solo fragmentos, como si nuestra experiencia juntas y su existencia no hubiera sido tan relevante, como si todo lo que vivimos fuera solo una experiencia más en mi vida, como si nada de lo que viví a su lado hubiese sido realmente trascendental. Cuando intento recordarlo, no lo consigo, solo recuerdo escenas fútiles, como resquicios de lo que una vez fue algo importante; fragmentos diluidos en el tiempo que se desdibujan cada vez más. ¡Oh! Pero al mismo tiempo, al mismo tiempo es como si mi ser lo recordara todo, como si mi cuerpo fuese independiente de mi cerebro y hubieran cosas que no necesitan de un pensamiento para existir. Cada cosa que hago, de manera involuntaria, la sigue; muchas cosas que me impulsan a seguir, otras que me estancan: el conocimiento necesario para mi existencia, la forma de amar, la forma de luchar a pesar de que deseo renunciar a todo, la forma de tratar a los demás, la forma de sonreír, los perfumes que uso, la manera en la que decido que hay que estar ahí para los otros, la frustración de no encontrar lo que más anhelo y la convicción de no dejarme derrumbar aunque no logre encontrarlo, el valor aun cuando mis manos tiemblan y la disimulada sensación de soledad.

Cuando murió me pregunté si yo realmente era yo misma o si, en realidad, yo era ella. Como un autoretrato de un pintor que, más que realismo, termina reflejando lo más profundo de su alma en su obra. Cuando uno ve esas pinturas, a simple vista, es un retrato mal dibujado; no se parece. En cambio, por cada facción distinta, por cada color diferente, por cada brillo pintado de otro color en la mirada y por cada trazo de abstracción, está su esencia más pura y, con esto, alguien más. No quiero enfrentarme a eso nuevamente. No quiero sentirme una pintura incompleta que debe buscar cómo realizarse sin su autor sin saber siquiera si, algún día podrá lograrlo. Pero más que eso, no recuerdo ni siquiera cómo hablarle y no quiero sentir el dolor de perderla otra vez.

Me pidieron revivir a los muertos y, aunque al principio me reí pensando que eran delirios de alguna mente pérfida con la excusa de querer mi bienestar, por mi cuerpo recorre un escalofrío instintivo que me dice que sí es posible. Todo mi ser me grita: ¡No lo hagas! ¡Detente! ¡No comiences el ritual! ¿¡Realmente crees que eso podría ayudarte!? ¿¡Realmente crees que eso podría ayudarla!? ¡Es una blasfemia! ¡Es un pecado capital! ¡Es... autodestrucción!

¡Oh! Pero no importa cuánto me advierta mi ser ni cuánto intente detenerme porque, la verdad, ya es muy tarde. Me pidieron que la reviva y ya comencé...

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